Neurociencia y religión
E. Gilson, filósofo francés, afirmaba
que «ha llegado el momento de acostumbrarnos a una cierta manera de no
comprender, que no es más que modestia ante la inteligibilidad pura.
Quien piensa que lo comprende todo, corre el grave riesgo de comprender
mal lo que comprende, y de no sospechar siquiera la existencia de lo que
no comprende». Y añado que la ciencia moderna, en toda su extensión,
nos está dejando en una precaria situación de conocimiento, porque
sabemos muy poco, aún cuando un escolar de ahora (de los que estudian y
aprenden) sepa mucho más que cualquier científico del siglo XIX; ¡y
estamos en la sociedad del conocimiento!
En cuanto a la
religiosidad, no hay más que acercarse al interior del hombre „y de la
mujer„ para darse cuenta de que, como ya indicara Aristóteles, el ser
humano es zoon politikon: un animal social, inteligente y religioso. No
hay manera de quitarnos de encima la cuestión religiosa. Todos tenemos
nuestros absolutos, aunque solo sea el absoluto de decir que no hay
absolutos; lo que en sí mismo es una contradicción que, llevada a su
extremo, produce un desvarío de la propia razón. Por eso afirmo que los
ateos son religiosos, como se podría decir también que los equivocados
tienen inteligencia, aunque no estén en lo cierto. Ya decía Chesterton,
con su buen humor habitual, que cuando el hombre no cree en Dios
entonces puede creer en cualquier cosa.
Artículo de Pedro López, comentando la entrada anterior. Completo aquí, 2-2-17.
El pasado lunes se publicaba en Levante-EMV un artículo de Ángel Machado con similar título. No voy a entrar en las múltiples cuestiones que trata: supondría un volumen considerable de citas y referencias que no ha lugar. Me quedo simplemente con que el autor, al hablar de biología, que es mi especialidad, manifiesta interés y curiosidad, aunque noto que no está familiarizado con la enorme complejidad de lo que está tratando. Voy con lo positivo que sugiere acerca de la realidad de la religión. Por ejemplo, dice que «las convicciones religiosas ofrecen ayuda y consuelo en tiempos difíciles» (¡uno se acuerda de santa Bárbara cuando truena!); o que «reducen el temor a la muerte», lo que es una evidencia para cualquiera que haya asistido a moribundos.
Afirma el autor que hay diez mil religiones; pero añadiría que hay tantas como personas, si nos atenemos al término filológico de religión, que viene del latín religare, y que significa religación „relación„ de uno „en este caso„ con la deidad: relación insustituible, única e irrepetible. He de considerar también que, puesto que todos tenemos neurotransmisores y cerebro „si no, no estaríamos aquí„ las creencias se sitúan en todos los planos de lo corporal (y de lo espiritual). Dicho de otra manera, el ateo es creyente en un no Dios; no es increyente. Y no es un juego de palabras. Todos necesitamos de convicciones y creencias: es lo que nos asegura la supervivencia. Buscar el gen creyente es indagar en lo inexistente: una pérdida de tiempo.
El ateísmo no es un fenómeno contemporáneo, aunque sí en cuanto a su extensión; pero eso puede indicar un masivo desconocimiento del hecho religioso (ignorancia), fruto quizá de la superespecialización. En cualquier caso, es consecuencia del declive de la razón a causa del racionalismo moderno y del nihilismo postmoderno. En mi opinión, el ateísmo viene a ser un racionalismo frustrado: la constatación de que no nos cabe el universo en la cabeza, que no somos dios, de que no podemos controlarlo todo. El desmedido afán de conocerlo todo, incluso de reducir a «razones» la misma libertad divina; de interpelar a Dios y recelar de él „¿cómo es posible que Dios permita esta situación? ¿por qué?„ procede de no discernir entre lo asequible y lo inasequible; o de ignorar los límites de la propia inteligencia humana. Meter a Dios, enjaularlo, en mi cerebro es una pretensión banal y se me antoja estúpida: porque ese dios pequeñito que cabe en mi cabeza no es, ni podrá ser nunca, Dios en su infinita sabiduría y bondad. Por eso, E. Gilson, filósofo francés, afirmaba que «ha llegado el momento de acostumbrarnos a una cierta manera de no comprender, que no es más que modestia ante la inteligibilidad pura. Quien piensa que lo comprende todo, corre el grave riesgo de comprender mal lo que comprende, y de no sospechar siquiera la existencia de lo que no comprende». Y añado que la ciencia moderna, en toda su extensión, nos está dejando en una precaria situación de conocimiento, porque sabemos muy poco, aún cuando un escolar de ahora (de los que estudian y aprenden) sepa mucho más que cualquier científico del siglo XIX; ¡y estamos en la sociedad del conocimiento!
En cuanto a la religiosidad, no hay más que acercarse al interior del hombre „y de la mujer„ para darse cuenta de que, como ya indicara Aristóteles, el ser humano es zoon politikon: un animal social, inteligente y religioso. No hay manera de quitarnos de encima la cuestión religiosa. Todos tenemos nuestros absolutos, aunque solo sea el absoluto de decir que no hay absolutos; lo que en sí mismo es una contradicción que, llevada a su extremo, produce un desvarío de la propia razón. Por eso afirmo que los ateos son religiosos, como se podría decir también que los equivocados tienen inteligencia, aunque no estén en lo cierto. Ya decía Chesterton, con su buen humor habitual, que cuando el hombre no cree en Dios entonces puede creer en cualquier cosa.
Incidir en que la ciencia lleva al ateísmo, o se justifica en ella, no es una vía adecuada; porque se corre el riesgo de hacer mala ciencia o mala filosofía, o ambas cosas a la vez. El aserto que hace el autor de que en el cerebro no se encuentra el alma, ni tampoco se le ha hallado en el genoma (¡!)..., produce cierta candidez risueña. La ciencia empírica, como su nombre mismo indica, busca, mide, observa, etcétera, lo material, ¡lo empírico!. Lo inmaterial no cae bajo su objeto. Lo demás son zarandajas instrumentales para llevar el agua al propio molino.
Y el genoma. Estamos a vueltas con la teoría de los genes egoístas de Dawkins. Si fuera químico, diría que son las moléculas egoístas; y si fuera físico, diría que son las partículas atómicas egoístas; y los biólogos simplemente decimos que los seres vivos quieren persistir en su vivir.
Un apunte más: sólo los humanos sabemos que vamos a morir. Los demás animales, por ejemplo los simios, lo desconocen. Y por eso no se plantean más cuestiones. No hacen tesis doctorales, no inquieren por el más allá, ni tienen capacidad de abstracción ni de razonamiento como tenemos los homo sapiens. No fabrican ordenadores ni se dedican a investigar algoritmos. Y ellos poseen también cerebro y neurotransmisores como nosotros.
Por Pedro López en Levante-EMV
Comentarios
Publicar un comentario